Apnea

Como cada mañana, estoy sentado en la barca de este parque, un parque cualquiera, como miles de parques en esta ciudad, lleno de plantas que sobreviven casi muertas, cagadas de perro, tierra grisácea y ratas compitiendo con las aves por la comida que algún citadino melancólico les ha arrojado. Todo común, todo simple y plano, como yo ahora.

De joven solía ser un cabrón, de esos a los que nadie en su sano juicio les da la espalda por demasiado tiempo, so pena de arriesgar su seguridad personal. Me divertía sobremanera las reacciones de la gente a la que presionaba de alguno que otro modo: el policía de esquina que no se atrevía a detenerme, la viuda de la fonda que fruncía el ceño cuando me servía unos huevos a la albañil bien picantes, que por supuesto no pagaba - la protección señito, la protección - decía, mientras reía socarrón; Incluso las monjitas del convento cercano se santiguaban cuando pasaban cerca de la esquina que yo usaba como centro de operaciones, observatorio y base de rapiña. Tenía buenos músculos, mejor altura y una quijada de acero, dispuesta a lo que fuera con quien fuera, el que no me temía me respetaba.

Eventualmente, el político del barrio halló mis habilidades con los puños muy útiles a la hora de las elecciones, pues bastaba con que se mencionara mi nombre para que nadie del partido opositor se presentara en casilla, permitiendo la compra de votos, coacción y demás marrullerías de las de esa época.

Con todo, mi verdadero ascenso en el mundo de la violencia se dio cuando mi patrón - el ya Señor Diputado - ordenó que se me diera un arma, y se me enseñara a usarla. Nunca había tenido un arma en la mano, mucho menos disparado antes, pero al momento de sentir el frío poder que da una 45 supe que mi vida cambiaría para siempre; mucha sangre correría bajo mis pies desde entonces, me volví un gatillo fácil, una bala perdida con poca paciencia y mucha puntería.

La violencia paga, y con los años, nos fuimos pa'rriba, muy arriba: reloj de oro, cadena de plata, zapatos buenos, Dom Perignon con agua mineral para desayunar y una variedad de putas pintadas de rubias para cenar a diario langostino de tierra. Lo tenía todo, y vaya que si lo disfruté.

40 años después estoy sentado en este parque, recordándolo todo. La vida pasó así, como el tren bala japonés, en un borroso instante. A veces perdoné a alguien, a veces los nudillos se me ponían calientes y vicosos de tanto machacar el cartílago nasal de quien me ordenaran, de quien no me respetara o de plano, de algún caememal gratis, Aun así, me parecía que la vida era buena conmigo, por que yo era un hijodeputa con la vida.

40 años han pasado y todo se resume al saco de huesos en que me he convertido. Un curtido exibidor de cicatrices y dolor de rodillas, una bala del 22 en la cabeza y la pierna con dos clavos, que me duele los días que hace frío. Casi no tengo dinero, después de haberlo tenido todo; vivo en la que fuera casa de mi madre, ya que las demás propiedades las perdí, me las jugué o se las regalé a las mujeres que me abandonaron cuando el dinero se terminó. Tengo una escueta pensión que no me permite comer carne diario, aunque de todos modos con estos dientes falsos no se puede masticar gran cosa...

Pero nada es tan cabrón como respirar... cada respiro es mas doloroso de completar que todas mis batallas juntas, cada contracción del diafragma es como arrancarse las bolas con las uñas... un infierno de silbidos y poco aire para dar siquiera diez pasos... apnea, puta apnea.

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